Cada generación tiene un hallazgo a su alcance. El de la nuestra será comprender qué significa ser mujer, y creo que aproximarse a ese misterio es lo más apasionante que puede hacer un hombre hoy en día.
A medida que el feminismo se revela como la única ética humana posible para garantizar la convivencia entre hombres y mujeres y el progreso social en el siglo XXI, las certezas en las que se basaba el propio concepto de hombre también se desvanecen, y surgen nuevas oportunidades de construcción identitaria. Nos han contado un montón de mentiras sobre nuestra hipotética valentía innata, sobre el sexo y el uso de la fuerza bruta; sobre nuestro deber de proteger y proveer a la familia y nuestro buen juicio para los asuntos públicos, y nos las hemos creído por ignorancia, ingenuidad o interés. O tal vez no nos las hemos creído pero tampoco las hemos discutido porque estábamos en el centro de esa espiral del silencio que propugnaba Elizabeth Noelle-Neuman, que lleva a las personas que no comparten la opinión mayoritaria a callar por miedo al aislamiento social. Y porque, al fin y al cabo, aunque algunos no nos sintiéramos identificados —no queríamos ser violentos, no éramos sementales, y teníamos emociones que expresar, debilidades que reconocer—, nuestra posición de privilegio —en muchos casos no percibida— no nos invitaba a la revolución.
Pero en estos años, el reconocimiento de cada una de mis debilidades se ha convertido en mi mayor fortaleza y, en ese camino, me he encontrado muy cerca de lo que significa ser mujer, y me he topado, felizmente, con muchos hombres hartos de aparentar una virilidad que detestan y que, al desprenderse de la máscara, se han desprendido también de la venda. Y me he sorprendido admirando a boca abierta, no a la mujer como un ser sobrenatural y divino, sino a las mujeres de carne y hueso que me rodean: sus luchas y sus miedos, sus capacidades y sus taras, sus alas y sus cadenas. Y también he reconocido, con asombro y tristeza, grabado en algunas de esas cadenas —en letra pequeña, como si fuera la marca de fábrica— mi propio nombre.
Nunca me había sentido tan cerca de mis hijas, de mi pareja, de mi madre, de mi hermana, de mis amigas. Compartir con ellas estos años de lucha me ha hecho descubrir lo esencial que nos une y lo cultural que nos separa y, por fin, identificar mis privilegios para desprenderme de ellos o para pelear por ponerlos a su alcance.
Puede que la mejor definición de «mujer» la diera la exministra de Justicia de Ecuador, Rosana Alvarado, en sus años de asambleísta en un debate sobre el aborto: «las mujeres», dijo Alvarado, «somos mujeres».
Y para que entendamos en qué se basan nuestros privilegios como hombres, tenemos que preguntarnos qué lleva a una mujer a exigir, como un ideal, que no se la adjetive, que no se la califique, que se le reconozca su derecho a ser simplemente una mujer. Y no es fácil entenderlo porque es un logro del que nosotros partimos: un hombre es un hombre, y esa ausencia de adjetivos en nuestra definición encarna nuestra libertad para construirnos a nuestro antojo. El hombre no se esculpe para encajar en un molde: la mujer sí.
Y por eso cuando una mujer destaca en un campo —la ciencia, el arte, la política, el deporte—, lo que le interesa a algunos sectores de la opinión pública es, en primer lugar, cómo ha compatibilizado su carrera con la maternidad, con el cuidado de su cuerpo, de su imagen. En definitiva, cómo ha hecho para encajar en el molde de mujer a pesar de todo.
Las mujeres necesitan libertad para construirse al margen de los adjetivos que la tradición ha reservado para ellas y, a la par, los hombres necesitamos asumir el reto de definirnos —de concretarnos y autolimitarnos—, porque no somos todo lo que existe del mismo modo que el relato blanco occidental judeocristiano de clase media no es el único relato sobre el mundo. El hombre ha ocupado el espacio conceptual de la Humanidad hasta el punto de que, a la Historia de la Humanidad, se le sigue llamando hoy en día Historia del Hombre.
Y, curiosamente, será el feminismo lo que nos permita conocernos de verdad —averiguar al fin qué significa ser hombre—, ponernos frente al espejo. Pero hay que estar preparados para que no nos guste lo que veamos. Y es el miedo a ese reflejo, el miedo a que el espejo nos devuelva el rostro de un monstruo, lo que hace que una parte de la sociedad siga rechazando el feminismo.
No son las proclamas del 8M lo que asusta a los hombres y mujeres que sujetan el mástil del patriarcado como los soldados de Iwo Jima hacían con su bandera. Es el vacío que les provoca ser conscientes de que han construido su identidad sobre un montón de mentiras. Pero deben saber que, de este lado del espejo, se abre un camino apasionante de unidad, de sororidad y fraternidad. De este lado está el hallazgo de nuestra generación: descubrir qué significa ser mujer y descubrir qué significa ser hombre para poder vivir en igualdad.
Artículo publicado en el diario Hoy, el 8 de marzo de 2021
M. A. Carmona del Barco