Sin agresor no hay víctima

La vida de las niñas se ha convertido en un cursillo constante de autodefensa y muchas adolescentes están hartas. Así me lo hacían saber el otro día en un instituto valenciano, en el que cuatro cursos de Bachillerato habían leído mi novela «Alegría». Las campañas de concienciación se han centrado durante años en darles indicaciones para prevenir una relación de maltrato; pautas para reconocer si están inmersas en una, y estrategias para ponerles fin. El público objetivo de estas campañas han sido, con contadas excepciones, siempre ellas, como si fuera suya, al fin y al cabo, la responsabilidad última de convertirse en víctimas. 

Sin embargo, la única estrategia efectiva para evitar que las niñas se conviertan en víctimas es impedir que los niños se conviertan en maltratadores. Es imprescindible un cambio en el foco de las estrategias de prevención, desde ellas hacia ellos. Pero, para eso, debemos perder el miedo a utilizar públicamente el verbo «comprender» asociado al papel del agresor. Comprender no es justificar: es entender el punto de partida del niño y los mecanismos que operan en su construcción personal; es conocer el contexto en el que este toma sus decisiones y, especialmente, los factores sociales y estructurales que determinan este contexto. 

No se trata de eximir al agresor de su responsabilidad, penal y ética, sino de ser capaces de comprender cómo se gesta ese rasgo o conjunto de rasgos de la personalidad que permite a un hombre considerar a la mujer un elemento de su propiedad, con potestad para tutelarla, castigarla, y negarle sus derechos inherentes a su condición de persona, incluido el derecho a la vida. 

Si hacemos ese camino, nos encontraremos fundamentalmente con dos puntos de partida: el del niño que fue, a su vez, víctima de la violencia en su infancia, y el del que se crió en un entorno libre de esta violencia, al menos aparentemente. Es difícil encontrar cifras fiables de qué porcentaje representa el primer grupo del total de agresores, pero sí que hay estudios de cuántos de estos niños, al crecer, reproducen los comportamientos aprendidos durante su infancia, y que se sitúa en torno al 50%. 

Esto abre dos vías de trabajo con este grupo: el estudio de las capacidades resilientes que permiten a una mitad crecer sin que las consecuencias de esa violencia determinen su capacidad para construir relaciones afectivas sanas, y el análisis de las estrategias y políticas que podrían influir en ese proceso de construcción de agresor en ciernes, que se gesta en la otra mitad. En ambos casos, y tras ese proceso de estudio, podrían articularse campañas de prevención centradas en el niño y el adolescente.

Pero para eso debemos asumir que, durante ese análisis, habrá agresores a los que deberemos considerar que fueron víctimas en su infancia y, con ello, también nuestro fracaso para detectar, acompañar y guiar a esos niños en su construcción como individuo. Y esto no los eximirá de su responsabilidad ni podrá aceptarse como justificación alguna de sus actos, pero sí que contribuirá a sacar a la luz las carencias de nuestro sistema de protección y tutela de menores, desde los precarios servicios de orientación en el sistema educativo, hasta los centros de internamiento, pasando por los insuficientes equipos de los servicios sociales. 

Centremos por lo tanto nuestros esfuerzos en que los niños no lleguen a convertirse en maltratadores, sin dejar de atender las necesidades de niñas y jóvenes, pero lanzando un mensaje claro: sin agresor no hay víctima.

Artículo publicado en El Periódico de Extremadura, el 25 de noviembre de 2022

M. A. Carmona del Barco
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